10 de enero de 2015

Cigüeñas y leyendas







Cuentos, fábulas y demás sobre ellas


Preciosas



Cuentos, fábulas, cuadros.... las cigüeñas están presentes en todas partes y han despertado siempre sentimientos de fidelidad, bondad y belleza. Aquí unos pocos ejemplos.





Fábula de la zorra y la cigüeña



Fábula de la zorra y la cigüeña





 Es una fábula escrita por Esopo y reescrita por La Fontaine y por Samaniego, en la que cuenta como una zorra intenta engañar y reírse de una cigüeña.



La zorra y la cigüeña






El viento murmuraba suavemente entre las hojas y mecía las margaritas que punteaban el claro del bosque. El día era hermoso.

El zorro y la cigüeña, sentados sobre la fresca hierba, almorzaban. El zorro, que era el dueño de la casa,  engullía afanosamente la sopa de uno de los platos en que la había servido. Pero el solemne  pájaro que era su invitado estaba sentado cortésmente ante su plato, observando en silencio. Al parecer, no tenía hambre. De vez en cuando, sumergía su largo pico puntiagudo en el plato, pero apenas lograba atrapar unas gotas.

Cuando el zorro, con su larga lengua flexible, hubo lamido ambos platos de sopa hasta no dejar nada en ellos, se relamió y dijo:

¡Qué buena cena!
E hizo chasquear sus labios ruidosamente.
¡Muy buena cena! ?repitió?. Lamento que no hayas comido más.
La cigüeña no hizo comentario alguno. Sólo sugirió que el zorro le hiciera el honor de acudir a cenar con ella al día siguiente.
El zorro aceptó de buena gana y a la hora convenida, llegó trotando al claro del bosque donde habían cenado la víspera.
Pero… ¡cuál no sería su consternación al encontrar, sobre la mesa de la cigüeña, una cena de deliciosas canes picudas, servidas en jarros altos y angostos! Con su largo pico, la cigüeña podía penetrar en lo más profundo de los jarros, y comía ávidamente, mientras que el zorro, a quien se le hacía la boca agua, miraba desaparecer un bocado tras otro. Lo único que pudo obtener fue lo poco que había goteado por los bordes de las jarras.
Por fin, cuando hubo renunciado a toda esperanza, se alejó gruñendo, mientras la cigüeña batía las alas con aire de triunfo.
 
Nunca te burles de los demás, no te comportes mal con ellos e intentes engañarles, al final siempre saldrás perdiendo tú.



 Otro escritor que trató a las cigüeñas en sus cuentos fue Hans Christian Andersen, con este precioso cuento...

Las cigüeñas

Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
-¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
-No se preocupen -los tranquilizó la madre-. No les hagan caso, deéjenlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
-No se apuren -les decía-, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.
-¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.

-¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.
-¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderán a volar, pues yo les enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Verán como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
-¿Y después? -preguntaron los pequeños.
-Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
-Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
-¡Es a mí a quien deben atender y no a ellos! –les regañól la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
-¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
-¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.
-¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos.
-No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; ustedes, en cambio, volarán por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
-Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse.
-¡Fíjense en mí! -dijo la madre-. Deben poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tendrán que comportaros en el mundo.
Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
-¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
-¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
-¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!
-¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, déjenlos! -replicó la madre-. Fíjense en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
-¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.
-Deéjenlos gritar cuanto quieran. Ustedes se remontarán hasta las nubes y estarán en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
-Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.
-Antes hemos de ver qué tal se portan en las grandes maniobras; si lo hacen mal y el general les traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
-¡Ahora, la venganza! -dijeron.
-¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.
-Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?
-En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno -no lo habrán olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales-, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.




Santa María de la Encina, Burguillos del Cerro

Cigoñinos con un progenitor.

Volando.... un vuelo sin igual.

 
 
Otra fábula de Esopo es esta.





El lobo y la cigüeña



Un lobo se hubiera ahogado con un hueso atragantado, sí a la sazón no pasa una cigüeña. 

El paciente la ve, hace la seña; llega y ejecutiva, con su pico, Jeringa primitiva, cual diestro cirujano hizo la operación y quedó sano. Luego su salario pedía.
Pero el Ingrato Lobo respondió: 
- ¿Tu salario? Pues ¿Qué más recompensa que el haberte causado leve ofensa y no comerte deJándote con vida, para que cuentes que pusiste tú cabeza entre mis dientes?... 
- Marchó, por evitar una desdicha la cigüeña sin decir nada. 
Su moraleja podría ser la de hacer el bien sin mirar a quién.



  Aves a las que siempre se las ha relacionado con los bebés, por el mimo y cariño con el que cuidan a sus crías. La literatura ha ayudado a agrandar el mito, que viene de muy antiguo, de Escandinavia, en el que la cigüeña trae más hijos a las madres.
 En la Edad Media, se creía que el alma de los niños no nacidos estaba en las zonas de humedales que es una zona en la que suelen haber cigüeñas.
  Más antiguamente, en la Antigua Grecia, era castigado matar una cigüeña ya que se consideraba un animal muy respetado y en la Antigua Roma era símbolo de protección del matrimonio, de los bebés y de la mujer.




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